¡Hola amigos! Bienvenidos nuevamente a SIE7E PÁRRAFOS, nuestro encuentro semanal de libros. Hoy vamos a hablar del voyeurismo literario y ¡y de los peligros de viajar en subte conmigo!
1. La lectura de los otros como arte
Acaba de publicarse por primera vez en español Leer, de André Kertész (coedición de Periférica y Errata Naturae). Es un clásico de la fotografía, así que el idioma es lo de menos, pero esta edición tiene un lindo prólogo de Alberto Manguel. En todas las fotos se ve a alguien leyendo (si no lo conocen, conozcanlo porque tiene algunas divinas). Ese momento íntimo entre el libro y quien lo lee o espía.
2. La lectura de los otros como romance
Qué pudor irresistible espiar ese romance. Un voyeurismo del que no se sale. De hecho, las fotos de Kertész van de 1915 a 1970, toda una vida. Y si dejamos de lado el arte, queda solo la curiosidad. Quizás todos los que leemos la tenemos. A mi me resulta irresistible. Si veo a alguien leyendo, ahí me planto a mirarlo.
3. La lectura de los otros como compulsión
En el último The New York Books hay un artículo muy bueno de Rachel Cusk sobre Dear friend y Where reasons end (Random House), ambos de Yiyun Li. Cusk la cita: “leer es como estar con gente que, a diferencia de la que nos rodea, no nota nuestra existencia”. Bueno, eso me pasa cuando veo leer. Y desde que existe Instagram, si puedo saco foto con el celular. Sin gracia, ni don, ni ninguna intención artística. Me encantan esos minutos y si puedo descubrir qué lee, mejor. Porque todo empieza ingenuamente intentando robar un momento del que no tengo nada que ver y termino tirada en el piso del subte con tal de poder ver el título del libro.
4. La lectura de los otros como el ridículo
Hice papelones importantes al punto que mis hijos me tienen prohibido sacar fotos de lectores si están ellos presentes. Fui abandonada en un subte londinense porque quien me dejó pensó que íbamos a terminar presos si seguía estoqueando pasajeros lectores. A los pocos días volvió pero me quedé sin fotos para evitar peleas. Más allá de las internas por mi falta de disimulo, pocas veces me cruzo con libros que me gusten.
5. La lectura de los otros como comunicación.
Me acuerdo una vez en el que leía El canto de la alondra (Willa Cather. Editorial Pretextos) en el colectivo línea 59 y cuando me bajé una chica me corrió una cuadra para charlar sobre su autora. La alegría de encontrarse. Hay muchas cuentas en redes que capturan lectores, siempre me parece que se topan con mejores títulos que yo. ¿Por dónde andarán? ¿Qué subte toman? ¿Qué circuito tan diferente al mío hacen? El otro día estaba en el Teatro Colón y a dos butacas una señora leía. Empecé las piruetas para sacar la foto mientras deseaba que fuera el libro de Leila Guerriero, Opus Gelber (Anagrama). Yo lo acababa de terminar, el lugar se prestaba y mandarle la foto a la autora me parecía una buena anécdota. No iba a darle charla, solo me gustaba la idea de que fuera ese. Pero no, era Paula de Isabel Allende (Sudamericana). Así las cosas.
Y aquí, los libros de no ficción de la semana
6. ¡Qué jugadora!, de Ayelén Pujol, comentado por Brian Majlin
“Aún hoy, en pleno 2019 y de auge feminista -auge no por novedoso sino por lo masivo-, cualquier pibita que quiera jugar al fútbol recibirá la negativa de los hombres o bien algún mote discriminatorio. Será la varonera, la marimacho, la torta, lo que sea. Ese disparador, en parte, es el que llevó a Ayelén Pujol, periodista de años, a indagar en la historia del fútbol femenino. Y lo hace con las herramientas, nunca mejor aplicadas, del periodismo: la curiosidad, la entrevista y las ganas de mostrar algo que está pero que queda sepultado bajo la naturalización de ciertos rasgos sociales. Es, claro, el momento donde el periodismo se cruza con la sociología, pero ese es otro tema”. Aquí, el comentario completo.
7. Los muertos de nuestras guerras, de Federico Lorenz, comentado por Pablo Alabarces
“La Primera Guerra Mundial (Primera porque luego hubo Segunda: hasta entonces se limitó a llamarse la Gran Guerra) dejó entre 10 y 31 millones de muertos, según el mayor o menor optimismo del calculista. Esa cifra no toma en cuenta a los heridos, unos 23 millones, sin ser muy preciso, y empalidece (¿empalidece? ¿se disimula?) ante los 70 millones de la siguiente. No hay comparación posible que pueda hacernos entender esas cifras: ni siquiera que la población actual de la Argentina es inferior a la suma total de afectados entre 1914 y 1918 –¿podemos hacer ese esfuerzo: imaginar todo el país devastado y sin ningún habitante ileso? ¿ni uno ni una? Lorenz le da a la cifra una vuelta de tuerca y la vuelve cuerpos: cuerpos concretos, aunque muchas veces sean apenas sus fragmentos. Y esa concreción implica tres cuestiones: el duelo y el pesar, por supuesto; pero también el cuerpo y su sepultura; y en el comienzo y en el final, su identidad. ¿Se pueden sepultar treinta millones de cuerpos? ¿Y se pueden nombrar treinta millones de cuerpos? Sigamos con las comparaciones odiosas: no hemos podido nombrar ni sepultar a los 649 argentinos muertos en Malvinas; no hemos podido nombrar ni sepultar a los 30.000 desaparecidos en la masacre de la dictadura. Lorenz desplaza su relato entre esas preguntas con maestría, con desgarro, con dolor”. Aquí, el comentario completo.
¡Gracias amigos! Espero que alguno de estos libros haya llamado su atención. Quedo a la espera de sus comentarios. ¡Los leo todos!
Saludos,
Flor.
La entrada Lo que leen los otros, un fetiche y una educación se publicó primero en RED/ACCIÓN.