Lenguas vivas es el nuevo libro de Luis Sagasti y es —como Bellas artes (de 2011)— una mirada a una de las leyes no reveladas del universo: la coincidencia, el sentido poético en la relación entre las cosas menos esperadas.

“Se me presentan ideas [para escribir], pero esas ideas son como una suerte de aura previa al dolor de cabeza”, me dice Sagasti en esta entrevista, “esa sensación de malestar, algo que ves que se va a ir expresando…”.

Plus: Penguin reedita en la Biblioteca Caparrós lo mejor de un big name que se mueve como un ninja entre la crónica y la novela, y que dice que nunca creyó en la diferencia entre una y otra.

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La mención a Wilson Bentley fue lo primero que subrayé en Lenguas vivas, el nuevo libro de Luis Sagasti (editado por Eterna Cadencia). Este es, como su celebrado Bellas artes (de 2011), un enhebrado de historias reales que dan como resultado una mirada poética del mundo, o una mirada del mundo poético que solemos no descubrir pero que nos rodea.

Para llegar a eso, Sagasti pasa sus días anotando historias y anécdotas en cuadernos o en la computadora, y en algún momento, luego, sabe que tiene algo mayor. “Nunca me doy cuenta cuando empiezo a escribir un libro”, me dice.

Bentley, por ejemplo. Fue el primer hombre que fotografió un copo de nieve. Sagasti señala: “Al comprobar que no hubo ni habrá dos cristales iguales escribió: ‘Cuando un copo de nieve se fundía, el diseño se perdía para siempre. Toda esa belleza se fue, sin dejar ningún recuerdo’”. Hay poesía ahí, ¿o qué, si no?

Una de las fotos originales de Bentley.

Leer a Sagasti es una experiencia vibrante porque es sumergirse en un mar de preguntas por el sentido de todo. Y como esas preguntas a mí me importan, ahora subrayo Lenguas vivas y antes fui un fan de Bellas artes, del que Enrique Vila-Matas dijo: “Es un libro que explica cómo funciona el mundo. Bueno, Sagasti narra en un instante lo que en realidad es bien largo de contar. El libro es directamente genial”.

Sagasti nació en Bahía Blanca, en 1963. Es profesor de Historia (tiene alumnos universitarios y alumnos de 12 años), jugó mucho tiempo al basket, practica tai chi, es crítico de arte y a veces medita sobre lo que va a escribir en la playa de Monte Hermoso, adonde llega con el mate y un cuaderno para tomar nota mientras el sol se pone en el mar. Publicó mucho; hace poco ganó el Segundo Premio Nacional de Literatura por la novela Una ofrenda musical (también de Eterna Cadencia).

El tema subyacente en su nuevo libro es el lenguaje y el destino de las lenguas. “El lenguaje es una parte de nuestro organismo”, escribió Wittgenstein. Sagasti lo citó. Y yo lo subrayé.

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Más arriba dije que Sagasti “medita sobre lo que va a escribir” y creo que meditar es el verbo correcto. Estando yo de viaje en Ulan-Ude, al sur de Siberia, un lama de un monasterio budista me explicó hace algunos años que “la mente discrimina lo que necesita y lo que no. Así, tomamos una pequeña parte de la realidad, que es la que podemos entender”.

Por eso los budistas meditan: para erosionar el ego hasta ver la realidad tal cual es, amplia, ilimitada, universal. “A través de los mantras buscamos conocer algo extraordinario”, me dijo el lama. “Si los hechos extraordinarios nos rodean, ¿por qué no los vemos? Porque estamos presos de nuestro ego”. Hay algo de eso en lo que escribe Sagasti, algo de revelación.

—¿Cómo es tu sistema de trabajo?
L. Sagasti:—
No creo estar escribiendo un libro hasta que en un momento el libro ya está avanzado. Es como… ¿en qué momento vos entraste a un bosque? No lo podés decir. De repente ya estás en el bosque. Siempre que escribo, tomo notas, reviso y en un momento me doy cuenta de que hay cierta, si se quiere, armonía, cierta resonancia o conexión entre diferentes ideas, datos, cosas que has encontrado o que estás expresando. Entonces ahí se me presentan ideas, pero esas ideas son como una suerte de aura previa al dolor de cabeza, esa sensación de malestar, algo que ves que se va a ir expresando. Siempre me queda la sensación de que lo que yo intento decir se dice de esa forma, pero no de manera directa… O sea, ¿de qué se trata Bellas artes? No sé bien, sé que lo que quiero decir es eso, sí, pero en el fondo uno va ocultándolo. Usualmente recurro la música, y esas ideas empiezan como un balbuceo rítmico. Como si tarareara y entonces me empieza a a venir algo. Y luego abro diez millones de archivos con cosas, con datos, y llega un momento en que te das cuenta que el libro está terminado… y así salís del bosque.

—¿Qué es lo que hace que funcione una relación entre dos historias?
—En este último libro, la idea de la transformación del lenguaje: cómo las cosas se transmutan de una a otra, que es lo que permite que circule el habla. Un libro tiene que tener medianamente un centro de gravedad donde confluyan todas las ideas.

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Así empieza Lenguas vivas, con el relato “Nieve”:

“La foto más famosa del filósofo Ludwig Wittgenstein es una en la que posa delante de un pizarrón que parece haber sido borrado por Beethoven. Tiene la vista perdida en lo lejano, aturdida; muy semejante a la llamada mirada de los mil metros, un síntoma de estrés postraumático que se manifiesta en los soldados después de una batalla: la impresión es la de alguien que busca respuestas que no se encuentran en el tiempo. Los restos bélicos en los ojos del filósofo son esos borrones crudos sobre fondo negro que se alzan tras él, puro tumulto de leche gris; así se ven las nubes de Magallanes, situadas a más de cien mil años luz de nosotros.”

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Quizás lo poético está en la realidad y uno lo descubre. O quizás no está en la realidad sino, en cambio, en la mirada del observador. “Yo creo que a veces te encontrás con un haiku”, me dice Sagasti. “En Lenguas vivas puse algo que era un haiku: cuando encuentro el aviso fúnebre de mi hermano en un diario que envuelve huevos. Eso es un haiku. El haiku está ahí. Es claro”.

“Y otras veces, los buscás en la relación que puede haber entre dos o más hechos. El dato duro en sí mismo no dice nada, pero puesto al lado de otro, sí. El río de Amazonas no tiene puentes. Eso es increíble. Y del otro lado del mundo, la Muralla China no atraviesa ningún río. Entonces, si uno pone uno al lado del otro, ahí se crea un sentido poético”.

—Tus libros señalan que estos hechos poéticos existen en todos lados y en todos los tiempos. ¿Creés que hay leyes metafísicas que gobiernan el universo? Sean efecto mariposa, destino, coincidencia…
—Mirá, de hecho tengo un libro, que salió ahora, que se llama Manta boreal. Hay un cuento que lo integra y pongo, hablando del capitalismo y la poesía, una cosa que yo a veces parece que creo: son como fuerzas de gravedad. A veces las imagino como dos corrientes metafísicas, en donde la capitalista gira en torno a la otra, que es la que la contiene. A veces tengo esas ideas medio metafísicas. Me encantaría creer en esos lazos que unen cosas. Pero, digamos que uno tiene como una sed metafísica. De otra manera, yo no le creo la sonrisa canchera a los positivistas que te dicen cosas como: “¡Bueno! Después de todos, somos nada más que…”. Sí, sí. De acuerdo. Por ahí estoy de acuerdo. Pero eso se dice con cara de ojete. ¿Dónde está la felicidad de decir: se muere y listo? No te creo. A veces me agarran las sensaciones de que estoy muerto… Y me amargo. Pero todavía me voy a morir.

—¿De dónde sale todo esto? ¿Cómo nacieron estas ideas?
—Yo tuve una gran incentivo en la casa de mi abuelo, un gran lector, abogado, un tipo que integró la CONADEP y me ha dejado todos sus libros. Yo fui muy incentivado y hay un libro que siempre nombro: los Lo Sé Todo. Leer esos tomos fue un viaje lisérgico porque los artículos no tenían ningún orden, pasaban de Marco Polo a los osos panda, y yo leía los epígrafes de los dibujos. De ahí la idea de que todo es una gran enciclopedia china: yo creo que hay que ir con eso, con la dispersión, tengo curiosidad por todo y leo mucho de todo.

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Vamos al segundo tema. Penguin anuncia el lanzamiento de la Biblioteca Caparrós, donde publicó hace un tiempo Ñamérica y donde ahora reedita otros catorce libros, tomados de entre los más de 40 que ha escrito Martín Caparrós. Algunos de los que vuelven son Lacrónica, Larga distancia, No velás a tus muertos y Comí, por mencionar dos no ficciones y dos novelas.

Habrá muchos más, intuyo: en una entrevista reciente con Patricio Zunini, Caparrós —que viene de ganar el Premio Ortega y Gasset de Periodismo por su trayectoria— dijo que escribe tres o cuatro horas por día, todos los días, y que tiene siete u ocho novelas en su computadora listas para ver la luz en algún momento.

“Como tengo tanto para publicar y la editorial no puede sacar tanto mío por año, el resultado es que ya no escribo para publicar”, contó. “Yo escribo, porque me siento más… Estoy de mejor humor cuando escribo. Hace dos días terminé de corregir una novela y ayer mi mujer me dijo: ‘Estás sin trabajo, ¡qué miedo!’. Ella sabe que no me gusta cuando no tengo nada que hacer”.

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He visto a Caparrós en acción. En 2018 fui parte del taller de libros periodísticos que él dicta usualmente para la Fundación Gabo. Fueron cinco días en una sala del museo Proa, en La Boca. Había nueve participantes, entre ellos Cristian Alarcón y María O’Donnell, que estaba escribiendo lo que después sería Born, y había gente de Colombia, Puerto Rico, Perú y España. Yo fui el relator, mi tarea era registrar todo lo que ocurría, y los artículos que escribí están resumidos en este link.

Cuando un participante le preguntó si estaba haciendo periodismo o literatura al escribir un libro periodístico, Caparrós respondió: “Nunca creí en la diferencia entre uno y otro. No hay nada en el periodismo que le impida ser buena literatura, salvo la capacidad de quien lo escriba”. La Biblioteca Caparrós es un ejemplo de esto: hay novelas y no ficciones entremezcladas.

Pero lo que más me sorprendió de su taller fue la velocidad con la que Caparrós le proponía estructuras —bastante originales, por cierto— a cada participante para el libro en el que cada cual estaba trabajando. A él le traían problemas y él devolvía índices.

“Cuando uno imagina un libro, lo primero que tiene que pensar es cómo lo va a armar y qué espacios van a ocupar las piezas: pensar qué mecánica o estructura tiene”, dijo un día. “En muchos casos, una buena crónica depende de que el cronista aproveche lo que cuenta para hablar de algo más general”. También comentó que la estructura de la novela Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa tiene una belleza propia: “La dibujaría en un papel y lo colgaría como si fuera un cuadro”.

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Ah. Y hay un egresado de la facultad de Letras de la UBA (es decir, de Puán: un puanner) que acaba de ganar un premio Pulitzer en la categoría Ficción. Se llama Hernán Díaz y su novela ganadora es Fortuna (Trust, en inglés).

Según el jurado: “Una novela fascinante ambientada en la América de antaño, que explora la familia, la riqueza y la ambición a través de narraciones enlazadas en diferentes estilos literarios, un complejo examen del amor y el poder en un país donde el capitalismo es el rey”.

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Javier