El año en que debía morir, el nuevo libro de Natalia Moret, es la meditación de una mujer de 42 años que lucha por su vida. Pero no es una novela de acción y balas, como lo fue Un publicista en apuros, su título anterior (de 2012), sino algo muy diferente.

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Le pregunté a Natalia Moret, mientras intercambiamos emails a propósito de esta edición de SIE7E PÁRRAFOS, si en El año en que debía morir todo es cierto o si ella había inventado algo. “[D]igamos que alguna cosa habré inventado, pero solo lo estrictamente necesario para poder contar la verdad :)”, me respondió. Se llama autoficción: es un género, se escribe mucho en estos días y creo que se trata justamente de hacer eso que me dijo ella.

El libro es la meditación de una mujer de 42 años que lucha por su vida. Pero no es una novela de acción y balas, como lo fue Un publicista en apuros, el título anterior de Moret (de 2012). En cambio, esta mujer que está aislada en el campo con su pareja y sus dos hijas —es la cuarentena de 2020—, lucha por su vida desde lo cotidiano en su mente y en su escritura, mientras espera la biopsia de un punto mamario sospechoso. Es una meditación honesta y en evolución, es llaga viva.

Eso es inquietante, y la espera desespera porque ella tiene 4️⃣2️⃣ años y siempre supo que a esa edad venía algo; era su deadline, un momento marcado desde hacía mucho tiempo por el presagio de su madre, que había muerto por un cáncer de pulmón a esa edad. El año en que debía morir es también el diario de una indagación sobre aquella madre fuerte y libre que un día se desarmó. Y sobre la madre de esa madre: una abuela ucraniana dura y antipática (con quien Moret descubre, trama adentro, que también puede empatizar).

“Para mí, el número 42 siempre estuvo asociado a la muerte”, me dice Moret. “Al umbral al que me acercaba irremediablemente. Pero como cuento en la novela, gracias a mi alumna [de taller literario] que estudiaba numerología, me puse a leer un poco sobre el tema y encontré que el 42 es un número muy significativo para quienes creen en la existencia de ciclos vitales de 7 años. De 0 a 7 el infante, luego a los 7 el niño entra al colegio, luego los 14, la adolescencia, los 21 la juventud, las 28 la transición entre la juventud y la responsabilidad del adulto, los 35 el momento en que muchos ya están consolidados tal vez en un trabajo, una carrera, una casa, se vuelven padres y madres… Y después los 42. Los terribles 42. Resulta que el de los 35 a los 42 es el último ciclo que está ‘descripto’, que tiene ‘una misión’. A partir de los 42 comienza ‘la aceptación serena de la muerte’, como si a partir de esa edad no hubiese un mapa claro de lo que se supone que hay que atravesar”.

Hace poco, Moret descubrió que si en Google escribís “the answer to life the universe and everything”, el buscador responde: 4️⃣2️⃣

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Natalia Moret sostiene un retrato de su madre.

Una de las cuestiones interesantes alrededor de El año en que debía morir es su distancia con Un publicista en apuros, que en 2012 tuvo su hora y que fue elogiada como una de las novelas del año. Claro, pasó una década, Moret se puso en pareja, tuvo hijas, enfrentó una biopsia, se fue a un campo en la cuarentena: muchas cosas como para pedirle que continúe escribiendo igual que antes. 

Pero, aún así, la distancia es bastante grande. Aquella autora era una novelista veloz; ésta es una buceadora que en su confesión desciende al yo y a la memoria, y que escribe, como indica Mariana Enríquez en la contratapa, “un libro sobre habitar el miedo y sobre la escritura como una suspensión temporal de la muerte”. 

“Creo que sí, que existe ese salto, pero tal vez sea solo porque pasaron diez años, pasó la vida, yo me transformé, maduré, envejecí, resolví algunos problemas, me involucré con otros nuevos…”, me dice Moret. “La verdad, nunca volví a leer mi novela anterior, la hojeé alguna vez, pero aunque no la tenga releída siento que la voz permanece. No son dos escritoras diferentes, creo que son dos momentos diferentes de la misma escritora”.

Es algo que ella misma pensó mientras escribía este libro. Se dijo: “¿Debería ser esta mi segunda novela? ¿Tantos años sin publicar una, y ahora voy a publicar algo tan diferente?”. 

“Pero enseguida me di cuenta de que era algo sin importancia”, sigue. “Justo hoy posteé algo sobre Thomas Pynchon, unos consejos que él da a escritores principiantes, y hay uno de esos consejos que dice que hay que ser leal a la propia voz, ir detrás del deseo de lo que queremos escribir, no de lo que pensamos que deberíamos escribir. La posta, te lo confieso, es que yo no quería escribir lo que escribí”. 

De hecho, ella estaba corrigiendo otra novela, pero entonces le pasaron las cosas de El año en que debía morir. “No era mi plan, pero ocurrió”, dice.

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  • En ese tweet de arriba, la librera Cecilia Fanti describió tu libro como un policial atravesado por la maternidad. ¿Cómo lo describís vos?
    Me gustó mucho eso que escribió Cecilia. De las lecturas que recibí hasta ahora, es la única que mencionó esa arista, la del policial, que yo también pensé. Mirá, ahí tal vez aparece un elemento que conecta las dos novelas: mi obsesión con la investigación. A diferencia de Un publicista en apuros, en esta descubrí que había algo del orden del policial (una búsqueda, una intriga, un misterio) con la escritura ya muy avanzada. Ahí me puse a corregir igual que como en los policiales: de atrás para adelante, sembrando pistas aquí y allá que apuntaran todas en la misma dirección, la de ese misterio a ser resuelto, la búsqueda e investigación que la protagonista hace sobre su pasado y sobre la que intenté montar la trama, la tensión y el tiempo del relato. El misterio en el pasado, lo que se perdió, lo que se borró pero permanece en algún lugar de la memoria. Ahí puse el nudo. Por supuesto eso que ella busca no está fijado tal cual era. Es inaccesible. No existe. El pasado recobrado siempre es una reescritura, es nuevo cada vez que se visita, y aunque la protagonista diga que lo está recuperando en realidad, entenderá más adelante, lo está reescribiendo. “Nada se modifica tanto como el pasado”, dijo Borges, creo, en algún lugar. Y es así. Irónicamente, claro. Yo partí de esta idea, del núcleo oscuro, un agujero negro en la memoria. 

Eso es algo que también ocurre en su primera novela, donde el protagonista intenta descubrir qué pasó en cierta noche. Me explica: la Moret de El año en que debía morir también quiere recordar qué pasó en cierto mes que se borró de su memoria por el trauma de la muerte de la madre. En esa búsqueda obsesiva, guiada por la escritura casi como un psicoanálisis personal, ella empieza a desenterrar fragmentos de su memoria. Y recuerda.

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Como escritora, Moret es bastante autodidacta; aprendió leyendo. “En la lectura y en la escritura siempre encontré un consuelo, un lugar de descanso, una compañía”, dice. “No sé, por ahí no me sentía tan a gusto en el colegio, en mi familia, o con amigos… Siempre me sentí una outsider en todas partes. Pero no en la literatura. En la literatura yo encontraba historias de personas que se sentían fuera de lugar, incómodas en el mundo de una forma parecida a la que me sentía yo. Y esa incomodidad no me incomodaba, al revés. Así que creo que fue así que me volví escritora. Para pasar más tiempo rodeada de seres con los que me sentía acompañada, menos sola”.

  • ¿Cuál es el desafío más profundo a la hora de escribir una autoficción? 
    Para mí fue un gran desafío superar el miedo a los efectos en mi entorno íntimo de escribir algo autobiográfico. Cómo van a tomarlo las personas cercanas, las que de alguna manera aparecen en el libro. A las más importantes de la historia, esas cuatro mujeres [su abuela, su madre y sus dos hijas], les dediqué la novela. Dos sé que no van a hacerme reclamos, porque ya murieron. Y las otras dos, mis hijas, no sé. Por eso en la dedicatoria les dije: “Gracias y perdón”. Mi novio, Nacho, el padre de mis hijas, me acompañó en todo el proceso y cada vez que tuve dudas me dijo: “Ni se te ocurra abandonar”. Es mi lector y mi corrector, es lúcido sin dejar de ser cuidadoso. Y después están mi hermano y mi padre. Mi hermano la fue leyendo mientras yo la escribía y me aconsejó sabiamente. Mi padre no sé si la leerá, pero si lo hace sólo espero que llegue hasta la última página.

Sigue: “Además de ese desafío, se me ocurre este otro: el desafío de animarme a cambiar las cosas que pasaron. Porque los hechos reales casi nunca tienen la forma que más conviene a la ficción. Como te dije, inventé y modifiqué lo estrictamente necesario para poder contar la verdad. Ese fue un desafío, poder tomar esa distancia, entender qué había que modificar para que funcionara la historia. Cuando hice el primer cambio y me di cuenta de que podía cambiarlo todo, tuve que contenerme. O sea, era una tentación tener el poder y el control y la autoridad sobre ‘mi vida’. Pero yo quería respetar los hechos, lo autobiográfico, sin olvidar la perspectiva de los otros personajes, tratando de empatizar también con su dolor, sus motivos, que muchas veces chocaban de frente con los míos. Entonces encontrar ese equilibrio entre mundos fue otro desafío. Creo que al final es como dice Vonnegut al principio de Matadero Cinco: Todo esto sucedió, más o menos”. 

Bueno… por ahora lo dejamos acá. Podemos seguir la conversación por mail [[email protected]] o en las redes [@redaccioncomar]. Y también podés contactarme en Twitter [@sinaysinay].

  • Si querés recomendarme libros, autores o temas para tratar, o contarme si leíste algo de lo que mencionamos, ¡adelante!

Nos vemos por ahí,
Javier

La entrada Natalia Moret regresa con una autoficción de revelaciones y miedos se publicó primero en RED/ACCIÓN.